El 26 de julio de 1835, los últimos monjes de Sant Cugat abandonan el Monasterio por siempre jamás y ponen fin a mil años de vida monástica. Unos días atrás ha estallado una fuerte revuelta anticlerical con asesinatos de religiosos en Reus y quema de conventos en Barcelona. El 25 de julio, entonces fiesta del santo titular, se realiza la celebración con la pompa habitual. El 26 por la mañana llega la noticia de la quema de conventos y, a pesar de la alarma generada, se decide hacer la misa. Ya solo quedan cinco monjes de una comunidad de quince. Por la tarde el clima de tensión va creciendo hasta que los monjes no soportan más la presión y huyeron cada cual por su cuenta. Por la noche se produce el asalto al Monasterio, con saqueo de bienes muebles, el destrozo de protocolos notariales y documentos del archivo, junto con la quema de algunas edificaciones. El testigo de Felip de Alemany, que con 25 años es uno de los últimos monjes en abandonar el Monasterio, es revelador respecto a la experiencia vivida por una comunidad ajena a los cambios del mundo.
La extinción de los monasterios, pero, se gestó tiempo atrás. Los cambios de mentalidad introducidos por la Ilustración en el llamado siglo de las luces, el siglo XVIII, aportan la luz de la razón contra la oscuridad de creencias atávicas y ponen en cuestión el orden establecido. Las estructuras del Antiguo Régimen, como la Iglesia y el monacato, empiezan a tambalear, pero se mantienen firmes en la autodefensa. La Oración fúnebre escrita por el fraile Benito de Moixó el 1789 es un claro ejemplo. Frente a las demandas de supresión de los monasterios, despliega un alegato a favor de la institución monástica y de su contribución a la Iglesia y a la sociedad como reducto de santidad, virtud y sabiduría. Pero lo cierto es, que los monjes han dejado de ser, en los ojos de una parte de la sociedad, un modelo espiritual. En el plan más terrenal, la ideología predominante entre el clero y su estructura económica choca con las aspiraciones de la revolución liberal y burguesa. Las órdenes monásticas son considerados improductivas, y los privilegios antiguos les permiten acaparar tierras que no rinden bastante y son libres de impuestos. En 1820, durante el Trienio Constitucional, se produce el primer intento de exclaustración. En Sant Cugat parece que la mayoría de monjes se queda en el Monasterio, hasta que al 1824 se retoma la vida monástica con normalidad después de que Fernando VII derogue la orden. Pero la marcha de los monjes el julio de 1835 es definitiva. Unos meses más tarde llegó el decreto de exclaustración, y en febrero de 1836 la desamortización de Mendizábal, por la cual los bienes de los conventos suprimidos son declarados “bienes nacionales” propiedad del Estado. El Monasterio restará abandonado y será objeto de expolio hasta que en 1838 el Estado no toma posesión formal.